Lecturas, reescrituras

La preocupación acerca de lo que implica leer y comprender textos ha acaparado la atención de los filósofos de manera desigual. Aún cediendo a los riesgos que toda simplificación propone, bastan unos breves trazos para recapitularla -no sin antes aclarar que esa preocupación es la nuestra, desde el principio. No siempre fue así. En efecto, mientras un halo de sospecha los pone en guardia contra toda escritura -veneno que aturde, cripta del alma, rastro que no responde- los filósofos clásicos atienden a lo que se dice, o a los textos en que se sedimenta lo que se dice. Es que si la grafía tiene algún valor, lo es tan sólo como registro de la oralidad, como captación de una phoné que rehúsa fijarse de una vez: la letra escrita permanece obstinadamente muda y se revela incapaz de contestar. Por eso no hay cuestión que Platón no someta a revisión en el diálogo, mientras que Aristóteles recomienda atender a lo que dictaminan los sabios, cuando no a la opinión del vulgo, de sus conciudadanos. El verdadero logos es aquél que se expresa en la voz. La suspicacia de que es objeto la inscripción resulta equivalente a la que despiertan las sepulturas, a las que van a morir lo que antes era vivo. Y es que, en momentos en que la filosofía encuentra su lugar en la comunidad (en la polis), su índole propia es la discusión, el diálogo inter-pares, lo que dicen los que saben o la gente común.

La letra escrita encuentra su espacio propio y su legitimidad cuando la Voz no puede hacerse presente sino encarnando. El momento medieval sanciona por primera vez la precedencia de la escritura cuando ella es santa. De ahí en más, interpretar, comprender, transmitir textos, se van a convertir en tareas capitales para la filosofía. El cuidado y la devoción hacia las marcas escritas no han conocido tiempos mejores. El mundo entero se convierte en libro, en el libro compuesto por quien busca ser descifrado por sus huellas. Transustanciada en texto litúrgico inmemorial, la historia es una con la literatura. De lo que se trata, entonces, es de encontrar los signos que permitan develar el designio del Gran Escritor, diseminado tanto en las escrituras como en los fenómenos climáticos, en las enfermedades que atormentan, en el diseño de las criaturas naturales.

En adelante sólo cabe esperar que todas las voces (con minúscula) se hagan letra lanzando a futuro el desafío de su desciframiento. Así, una vez que el tiempo ha hecho su tarea y distanciado a los hombres entre sí (que ya no pueden comunicar a viva voz sus pensamientos), cuando ya toda una tradición ha emplazado su suelo y dispuesto el territorio del pensamiento, es que los textos adoptan la dimensión que hoy les damos: la de ser portadores de lo que, de otra manera, no estaría disponible pues se hubiese perdido sin dejar testamento. De ahora en más, son los textos la memoria de los hombres, el depósito de su experiencia y de su sabiduría. En un principio poco importa si constituyen un canon, si son obra o llevan una firma. Con ellos se disiente, se acuerda, se entablan contiendas o se tejen sutiles armonías, más allá de dudosas fidelidades. Los modernos son de los primeros en asumir este desparpajo: Descartes se refiere a Aristóteles sin casi nombrarlo, y Kant titubea cuando se trata de decidir si es Tales el autor del triángulo isósceles. Ello poco importa. Lo que importa, en realidad, no es la rectitud de la letra, la fidelidad o el rigor con que se invoque a otros; lo que interesa es desembarazarse de lo que perturba la promesa de un nuevo comienzo, es empezar de nuevo, es liberar la filosofía de sus propios escombros. A los filósofos de la modernidad no los va a caracterizar un especial esmero exegético en su encuentro con la tradición filosófica. Causa estupor a un lector contemporáneo la ligereza con la que algunos modernos leen a otros filósofos; y si muchas de sus omisiones nos resultan hoy llamativas por su falta de reparos, es que se toma lo que se quiere, lo que resulta necesario. La filosofía está naciendo de nuevo no como construcción comunitaria sino como empresa personal. De ahí la tendencia a la introspección, la meditación o, a lo sumo, al intercambio epistolar, en detrimento del esmero que ‘se fija’ en lo ya dicho o escrito por otros. Sólo el momento medieval y el contemporáneo (con sus abismales, irreductibles, diferencias) parecen dar trato preferencial al texto escrito por sí mismo, al documento escriturario, a los modos en que debe entenderse la letra y penetrar el sentido de lo que otros dicen a través de sus huellas. Esa preocupación, que desde el siglo XX parece insoslayable, nos tienta a afirmar que aquello de lo que se ocupan hoy de manera casi prioritaria los filósofos es de la lectura, interpretación, comprensión y reescritura de textos de otros filósofos. Apenas resulta concebible hablar de metafísica, política, arte o religión sin un anclaje en los textos. Mediado por la escritura, por la realidad ineludible del significante, cualquier asunto es reacio a su aprehensión si no pasa por la materialidad de lo escrito. Es el avasallamiento de la insobornable textura con que se presenta el mundo en sus variables dimensiones -inmune a los intentos de presentarlo desnudo o en crudo, gracias al escamoteo de toda entrega ‘en sí’ de lo real- que nos hayamos convencido de la imposibilidad de ir más allá de los textos.

Lo que nos ocupa es la lectura. Cómo leer, reescribir, interpretar y comprender lo que otros dicen a través de sus textos. Estos son, en sí mismos, problemas: ¿Qué significa leer? ¿Cómo interpretar? ¿Qué es comprender? ¿A qué llamamos texto? Difícil responder sin entregarnos a la tarea, sin hacer la experiencia de la lectura. El resultado, no obstante, es un saber de esa experiencia, una reflexión acerca de lo que significa leer e interpretar: a eso llamamos, entre otras cosas, hermenéutica. Un metadiscurso reflexivo acerca de lo que es la interpretación y comprensión de textos.

Pero hermenéutica es también situarse en el interior de un texto y apuntar en una dirección abierta por él. Hacer una lectura es recorrer un determinado itinerario dentro de varios posibles. Ello lleva implícita una concepción de texto: así como en una comunidad lingüística hay lenguajes institucionalizados y lenguajes y dialectos no institucionalizados -en una heterogeneidad que alberga conflicto y tensión- así también en el interior de un texto hay superposición de discursos, de-cursos de pensamiento y prácticas de relectura. De ese modo, todo texto es heterofónico: distintas voces lo habitan, se superponen o encabalgan en capas de sentido; mientras algunas permanecen apenas silenciadas (no sin prestarse, con cierta voluntad, a ser audibles) otras en cambio logran, por obra de las llamadas interpretaciones oficiales, imponer sus derechos y prerrogativas. La conflictividad comunitaria se articula en los lenguajes y se precipita en los textos, sin que uno sea reflejo o condición del otro: conflicto y textualidad se imbrican y se activan mutuamente, quedando el silencio como único resquicio. Por tanto hay también, en las formas de apropiación, de disposición y difusión de esos monumentos escriturarios, en el modo en que se reproducen o se censuran, una política de la interpretación y de la lectura. En el combate de las interpretaciones lo que está en juego es la producción de sentido, su domesticación o su liberación; la creación de nuevos imaginarios o el sometimiento a la letra; el culto que inmortaliza o la práctica que interviene para subvertir.

Política de la interpretación de textos

Concebido como una trama discursiva compleja, ‘texto’ se ha convertido hoy en una categoría esencial. Desde Barthes ya no se confunde con la noción de ‘obra’: objeto concreto, finito, acabado, que ocupa su lugar en la biblioteca. El texto remite en cambio a tejido, a entrelazamiento de hilos y a superposición de tramas, de nudos: todo tejido es una combinación de texturas, algunas más simples, otras más complejas, que se presta a su utilización, al recorrido de sus posibilidades. En ese sentido resulta ser una producción, no una entidad fija sino un artefacto procesual en el que se hallan códigos, fórmulas, usos retóricos, multiplicidad de voces, otros textos que se entrelazan. La expresiones de ‘polifonía’ de Bajtín y de ‘heteroglosía’ de Todorov vienen al caso: no sólo hay en un texto superposición de discursos, enunciados que se estratifican o se entreveran, sino que esos mismos discursos remiten a otros, se difieren en otros enunciados o reproducen discursos o enunciados ajenos. Todas ellas son posibilidades latentes que permanecerían clausuradas si no fuesen liberadas por obra de la lectura. De ahí que un texto no esté compuesto del todo sino en la medida que se lee. Ello nos lleva irremisiblemente a otras figuras, tratadas por la semiótica contemporánea: la de autor y lector. Pues así como cabe poner en entredicho la categoría de obra, también lo es la de cuestionar la de autor y la del lector. Si el texto es una producción, un juego de múltiples entradas, el espacio de una intervención plural, el autor deja de ser ese sujeto soberano que puede controlar la producción de sentido y someter al lector a un consumo pasivo del producto, o al intérprete a la exhumación del sentido oculto, a la mera codificación inteligible de los significados. Por el contrario, dado que nunca resultan iguales la mirada y los recorridos, el punto de vista y la disposición, el lector reescribe cada vez el texto que lee; no está llamado a ubicarse en el lugar predispuesto por del enunciatario, sino que lo desplaza o lo trastrueca. Por más que los textos obtengan con la escritura la garantía de su estabilidad (ellos parecen ‘estar ahí’, al amparo de su posible utilización arbitraria), lo cierto es que nunca leemos igual. Ninguna lectura es igual a otra, y si hay lecturas pueriles y otras memorables, es que esos recorridos vienen posibilitados por la polifonía que los habita. El lector es un transeúnte, un viajero que se desplaza en el tiempo (que es tiempo), por ello todo acto de decodificación es siempre actualizante.

El texto es, por tanto, inconcebible sin la lectura; usualmente concebida como subordinada, secundaria, tenazmente dependiente del ‘original’, ella es la que lo despliega, lo abre, lo emplaza. Ya no resulta posible pretender una lectura desprejuiciada, pues se halla irremediablemente contaminada por las precedentes (¿Cómo leer, por ejemplo, el mito de Edipo, prescindiendo del ojo epistémico de Freud? ¿Cómo abordar a Tomás de Aquino o a Marx sin las doctrinas que los institucionalizaron en iglesias o partidos?). Las lecturas y sus prejuicios -prejuicios que ellas han echado a rodar con tal eficacia que pueblan nuestro imaginario aún cuando no hayamos pasado jamás por ciertas páginas- han hecho canónicos a los textos. Los clásicos no serían tal si al tiempo que resisten todas las intervenciones, las contienen, las presuponen y están en deuda con ellas: en definitiva, les deben su propio estatus. Pero también nos desafían a proponer otras estrategias de interpretación, a deconstruir los regímenes de verdad que han estabilizado las interpretaciones y servido para domesticar la práctica de la lectura.

Acerca de este texto

Pensado originariamente para el estudiante que se inicia en el aprendizaje de la filosofía, este libro, inevitablemente compuesto como una polifonía, condensa toda una experiencia de lectura cuya tarea es también la de componer a su destinatario: todo lector/escritor que desee seguir interpretando/leyendo el pensamiento filosófico a través de sus textos. Si bien su canon está constituido por fuentes de ‘primera mano’ o ‘fuentes primarias’ (los documentos elaborados por los propios filósofos), también están las lecturas y las relecturas, las de ‘segunda mano’ y las propias. Como se ve, recurrimos al vocabulario habitual, pero para recusarlo, o al menos, asumirlo críticamente. Pues aludir a fuentes ‘primarias’ y ‘secundarias’ también es parte de la política de la interpretación: la que sanciona qué es central y qué secundario, que es ‘original’ y qué ‘derivado’. Academias y liceos han nacido con ese propósito, y en eso se fundan las instituciones hoy en día. A sabiendas de su funcionalidad (difícilmente claudicable) en el ámbito educativo, admitimos la relevancia irrebatible de esas fuentes, pero también la pluralidad y legitimidad de las relecturas: ninguna de ellas pretende para nosotros ser la única. Todas se prestan a la polémica, forman parte de la guerra de las interpretaciones. Adoptar una perspectiva crítica en la universidad no es tarea sencilla y presupone un doble movimiento: es reconocerla en su papel institucional para desacomodarla, para dislocar los puntos de vista desde los cuales el discurso amo se instituye como único y necesario. Ello significa que al interior de los ‘autores’ que consagra, de los libros que hace circular, de los manuales que propone y de los programas que debe hacer cumplir, otras lecturas son posibles. Educar siempre fue un arma de doble filo. De ahí que este libro sea un libro abierto, en el doble sentido de la palabra: abierto a otras intervenciones, a desacuerdos, a disensos; abierto como instrumento concreto de trabajo en las aulas.

No es un dato menor que los que lo concibieron y trabajaron en él sean profesores que desarrollan su actividad docente en el ámbito universitario (1) ; esto quiere decir que dedican buena parte de su tiempo a una tarea habitualmente subvaluada: la de enseñar, la de comprometerse con la formación de sí mismos y de otros, la de contribuir al trazado de un espacio común en el que se piensa, se dialoga, se discute y se disiente. Pero este libro es también resultado de un trabajo en equipo que ha logrado lo que no siempre se consigue por la índole misma de la actividad docente, fundada en la asimetría y en el individualismo propio de la profesión: la del intercambio entre pares, que instaura la equidad y ubica la polemicidad en el ámbito de la comunidad de iguales.

A ese respecto, el incentivo a la investigación promovido por las universidades nacionales ha conseguido que las casas de estudio retomen aquello que corresponde a su más genuina vocación: no el ser simples reproductoras y custodias del saber de la tradición (y en algunos casos, simples dispensadoras de títulos universitarios), sino ser productoras de conocimiento. En respuesta a esa oportunidad, hemos conformado hace más de cinco años un grupo de investigación dedicado a las cuestiones que atañen a la lectura y la interpretación como un modo de reflexionar acerca de nuestro trabajo específico. El proyecto, intitulado “Hermenéutica de textos para la enseñanza de la filosofía y la investigación en ciencias humanas y sociales”, inscripto en el régimen de proyectos acreditados y financiados por la Secretaría de Ciencia y Técnica de la Universidad de Buenos Aires (UBACyT), se inició en el año 2008, y se centró desde un principio tanto en la teoría hermenéutica como en el material que es de uso común en las distintas cátedras en las que nos desempeñamos. El presente texto reúne así los resultados de la experiencia docente al frente de cursos, con la reflexión y el análisis acerca de lo que implica enseñar filosofía en diferentes medios y contextos, tanto en los primeros años de las carreras como en aquellos que coronan el periodo de formación de un estudiante. No siempre los docentes tenemos la oportunidad de hacer explícitos los dispositivos y estrategias que componen nuestra tarea, ni de plasmar lo que suele ser un trabajo silencioso y paciente, sin estridencias. El resultado desaparece, por así decir, en el acto de enseñar, sin otras huellas que las que se acumulan lentamente en los años de aprendizaje de los estudiantes. Aprendizaje que es el de ellos/ellas y es el nuestro también.

El estudio de distintas teorías, métodos y puntos de vista pacientemente desarrollados por las diferentes hermenéuticas de todos los tiempos, llevado a cabo en la primera etapa de nuestra investigación, nos ha aportado las herramientas y nos ha permitido elaborar los criterios y dispositivos hermenéuticos adoptados para el presente trabajo, y que ponemos a consideración de nuestros estudiantes y lectores. La primera elección ha recaído en las ya mencionadas ‘fuentes primarias’, así como en las interpretaciones -algunas ya canónicas- que los prolongan y los resignifican. Este trabajo es, a la vez, una interpretación de esas interpretaciones, una relectura de esas lecturas, nuestra manera de colaborar con el tejido interminable y con la trama de los discursos que nos constituyen y nos prestan la voz. En ello resalta la singularidad que caracteriza a cada cual, su manera peculiar de interpretar y de leer. Es por ello que, apartándose de los manuales convencionales, este libro preserva el modo de expresión elegido por quienes lo componen para el desarrollo de los temas e interpretación de los textos. La producción que resulta es plural. Y en el respeto a la individualidad, al ‘estilo’, se reconoce el respeto al sujeto, a la subjetividad que somos.

El punto de partida de nuestro trabajo son los programas de filosofía actualmente vigentes en las cátedras en las que nos desempeñamos, en los que se ofrece un recorrido por los principales momentos del pensamiento filosófico según un criterio histórico -advirtiendo con ello que la cronología es también un orden imaginario que sirve para establecer una secuencia. Muchos de esos programas tienen años de puesta a prueba en los cursos, y es sabido que, con el correr del tiempo y por obra de una economía libidinal, muchos atajos del pensamiento quedan sacrificados en función de otros que sedimentan. Con ello pretendemos excusarnos por la injusticia que se comete con algunos tramos de la historia filosófica ‘occidental’ que no han podido encontrar su debido lugar en este compendio (como la filosofía medieval), lo mismo que otras tradiciones, como las del llamado pensamiento oriental y el pensamiento latinoamericano, conforme con el difundido, aunque discutible, criterio topográfico. El corpus que ofrecemos es el esqueleto de una historia que tiene la aspiración futura de dar lugar a los ‘entremundos’, a decir de Bloch, es decir, a aquellos universos de pensamiento que se encuentran en las fronteras de todo pensar, que se insinúan en los resquicios o alternan entre la presencia y la ausencia. Lo aquí ausente pugna por encontrar su lugar. Por eso, este libro, como decíamos, no está cerrado ni concluido; una vez puesto el último punto es inevitable sentir que vuelve a abrirse a futuro, que exige nuevos itinerarios y nuevos mundos en que aventurarse.

Sobre la base de este corpus nuestro trabajo específico ofrece dos tipos de abordaje, que se reparten alternativamente entre la ‘introducción a los textos’ y las ‘notas a pie de página’. El objetivo de cada introducción es dar un primer panorama a partir del adelanto de algunas claves temáticas, la ubicación del texto en su horizonte epocal y en el cruce de sus lecturas, la formulación de los problemas explícitos y los que el texto apenas sugiere, su vigencia y actualidad. Las notas, por su parte, quedan reservadas para aclarar pasajes conspicuos, o para introducir problemas o lecturas contemporáneas que pongan de relieve matices o aspectos que merecen mayor desarrollo; su objetivo, a diferencia del anterior es, por un lado, aclarar la lectura, y por otro lado, complejizarla. Es decir que una parte del trabajo está orientado a elucidar o aclarar los contenidos semánticos presentes en los textos, en particular en aquellos pasajes de difícil comprensión. En el caso de los llamados ‘clásicos’, ello ha consistido en traducir a un nuevo código el régimen de los significantes a fin de hacerlo accesible al lector contemporáneo. Ese ha sido precisamente uno de los propósitos de la hermenéutica entendida como subtilitas explicandi. Pero nuestra tarea sería muy pobre si se limitase a repetir lo mismo pero de otro modo, como lo es pensar que es el profesor quien conoce el ‘sentido originario’, pues no haríamos con ello más que reproducir la interpretación canónica, que establece quien está autorizado a tener el control del sentido. De lo que se trata, por el contrario, es de complicar la lectura, de llevar al límite lo que aparece apenas sugerido, de resaltar lo que se dice sin querer, e incluso, de formular problemas o plantear interrogantes no entrevistos por el enunciatario. A este respecto, una de las claves hermenéuticas más valiosas destacada por Gadamer se refiere a la necesidad de encontrar, en un texto, las preguntas sobre las que iniciar un diálogo, que en este caso no con el autor sino con el texto. Buen lector de Collingwood y de toda la tradición hermenéutica de la que tanto hemos aprendido, Gadamer lo sintetiza con acierto: se comprende un texto cuando se es capaz de formular la pregunta a la que el texto responde. Por ello, una de nuestras preocupaciones ha sido la de mostrar la vigencia de esos problemas y su pertinencia para nosotros, lo que justifica la introducción de lectores contemporáneos de los autores clásicos. Nos ha parecido importante enfocar viejas cuestiones con la mirada de pensadores que no se atienen literalmente a lo leído, sino que construyen su propia filosofía leyendo a otros. No reproducen ni simplemente aclaran, piensan-con. De ahí que un intérprete pueda visualizar dos clases de problemas: los que están comprendidos en lo dicho y los que se desprenden de lo dicho. Pero está claro que lo que importa para nosotros no es tanto comprender al ‘otro’ que habla a través del texto sino al texto como otro. Como otro que nos hace pensar, nos hace gozar, nos desvía, nos interpela o nos problematiza.

Finalmente, aparte de una breve indicación del periodo que abre y cierra toda vida humana, no nos hemos detenido especialmente en las vicisitudes que atañen particularmente a ese género literario que es la biografía, excepto en aquellas oportunidades en que pudo considerarse relevante a los efectos de hacer inteligible algún pasaje. Por lo mismo, las referencias a cualquier ‘contexto histórico’ no supone para nosotros un pasaje hacia un presunto ‘fuera de texto’ sino hacia esa otra forma de narración que llamamos ‘historia’. El rodeo por las circunstancias específicas que oportunamente pudieron haber incidido en un texto, o la apelación al llamado ‘contexto histórico de producción’ es siempre problemático. Si atentos a las premisas de la hermenéutica historicista consideramos que un texto debe su legibilidad exclusivamente al hecho de ponerlo en relación con un momento epocal, no hacemos con ello más que convertirlo en relativo. Y la relatividad, sabemos, condena a la clausura e invita a la abstención, cuando no a la indiferencia. ¿Para qué seguir preocupándonos por lo que no nos concierne? ¿Para qué seguir leyendo el Leviathan si él responde a la Inglaterra del siglo XVII? ¿Qué interés puede tener ‘¿Qué es la Ilustración?’ más allá del lector ilustrado del siglo XVIII? En otras palabras: anclar un texto a su propio tiempo es en cierta manera impedir que él tenga algo que decirnos a nosotros. Lo explica, pero no lo hace objeto de comprensión. Es cierto que todo filósofo dialoga con el propio tiempo y con la tradición que lo precede y lo constituye, y es cierto también que es necesario identificar a los interlocutores de ese diálogo. Pero todo pensar está, por así decir, arrojado al tiempo venidero. Es un pensar, con Nietzsche, ‘inactual’; un pensar que desconoce las limitaciones del propio tiempo a la vez que no rehúye sus desafíos. Por eso nos alcanza. Y es entonces que un Platón, un Aristóteles, un Agustín, un Hegel, tienen -basta con prestar oídos y de tener el placer de escuchar- algo para decirnos. Nos siguen dando que hablar. Basta este libro como testimonio.

MJR

(1)  Nos referimos a las cátedras de filosofía del CBC y en las asignaturas filosóficas de las carreras que conforman las Facultades de Humanidades y Ciencias Sociales de la UBA.